Cerró sus pesados párpados y el telón se cerró con ellos también. El mundo se oscureció y poco a poco comenzaron a surgir los destellos de aquellas coloridas imágenes de las que, poco a poco se vió absorbido.
Sujetaba la mano de una mujer con cabello pintado de un color “oro”, ella lo abrazaba y besaba sus labios cada tanto con una sonrisa sincera en el rostro. Lo llevaba a un lugar que le había dicho que sería increíble. Al llegar, él supo que sólo podía acceder descendiendo, así que sujetó a aquella chica por la cintura y comenzó a bajar…
El cuarto parecía cambiar sus tonalidades neón entre tonos rojos y azules, a veces anaranjados y, a veces verdes, avanzó por un corredor y, de pronto se dio cuenta de que se encontraba solo. Aquella chica debía estar perdida. Comenzó a desesperarse y regresó sobre sus pasos, sólo que ya no había camino hacia arriba, sólo escaleras que hacían descender más. No recordaba que había descendido para entrar, por lo que erradamente regresó hacia abajo, internándose más y más en aquel oscuro lugar.
Pronto se vió caminando en una calle en una espléndida tarde, llegó a su casa pero se detuvo un minuto para admirar el hecho de que era el edificio más espléndido de toda aquella cuadra. “Pobres diablos” pensó, mientras se aventuraba a ingresar a aquel edificio. Una vez dentro, decidió que había caminado demasiado y ahora deseaba introducirse en el baño, arrojándose a la tina repleta de burbujas.
Cuando estaba dentro, dos hombres corpulentos, con ropas negras y con rostros asemejados a aves comenzaron a limpiar su cuerpo. Absorto en el calor del agua comenzó a saborear aquella plácida sensación y recordó a la chica rubia. De golpe se paró y los hombres con semejanza a buitres lo volvieron a sentar en aquella tina, al caer se dio cuenta de que el agua eran verdes billetes, los acarició y besó.
Abrazó a aquellas criaturas y, en ese momento, la chica de cabellos de oro abrió la puerta. Las criaturas la atendieron y se introdujo ahí con él. Emocionado le contó su hallazgo y ella sólo sonrió y le dio un suave beso. Al volver a mirarla, su rostro entero había adquirido la tonalidad de su cabello y ahora sus manos, sus piernas, su cuerpo entero reflejaban todo con sus tonos áureos. Se espantó por un momento pero luego pensó en vender todo ese oro ¿Cuántos kilates serían? Brincó de la emoción y comenzó a gritar extasiado con fajos de billetes en sus manos.
Una breve sensación de ser vigilado lo acechó, como una brisa, su cuerpo vibró un instante… Y luego regresó a aquel escenario, ahora sus manos poseían un líquido escarlata y aquella mujer de oro ahora era de cenizas que iban volando por el aleteo de los hombres-buitre que dejaban aquel lugar por una ventana que dejaba mirar una noche profunda.
El hombre comenzó a temblar “¿Quién eres sin tus deseos?” la voz silbante, áspera, aguda, penetrante y terrible lo invadió por completo.
Del otro lado, una criatura con cuerpo translúcido de cúmulos de luz y líneas naranja y azul celeste observaba con sus ojos reptantes. El Ermitaño veía una especie de ópalo translúcido que tenía dentro aquel hombre horrorizado por la sangre que había en sus manos. Con la mayor suavidad que pudo introdujo el siguiente pensamiento: “¿Qué es el oro si no otro espejo para mirarte?”. La figura de aquel hombre no pudo más con su horror y aquel cristal se contrajo hasta hacerse diminuto.
El cristal elipsoidal descansaba sobre la cabeza de otra de las formas de aquel hombre, un cuerpo más inconsciente e involuntario aún que acumulaba paja en un gigantesco carro de heno que andaba en un camino perseguido por una procesión de cuerpos extraños que hacían todo lo posible por ascender con el resto, los que reposaban encima del carro eran absorbidos por otros seres con apariencia metálica que rodeaban a todas las figuras con su férrea piel.
Debajo del enorme carro, las otras figuras se golpeaban, arrastraban y cargaban para llegar a ascender aquel carro y tener un poco de heno, pero aquellos aparentes vencedores les cerraban el paso y pateaban cada que uno de los caminantes trataba de trepar. La fila que parecía más abultada era la de los que cargaban y hacían avanzar aquel carro, se atropellaban los unos a los otros y ansiaban ser quienes sostuvieran el carro, jamás viraban, siempre hacia adelante se enfocaban en avanzar.
El Ermitaño sólo observaba, preocupado… Llevaba años intentando sumergirse en las esferas morféicas de aquellos hombres, tratando de hacer que despertasen de su frenético andar durante su sueño, de aquel inevitable miedo a la muerte que los hacía tragarse el heno y resguardarlo como si fuera su propia vida… Tendría que buscar otra vía…