Las negras pezuñas se movían de vez en cuando con pesadez y hacían eco en una caverna oculta por la negra sangre del volcán que teñía una gran parte de la isla de Santorini. La criatura nacida del volcán sólo observaba la negra roca tratando de enfocarse en otra cosa fuera de la conmoción de los estallidos.
Breves días pasaba fuera de aquella negra caverna, contemplando el mar que parecía tan triste en aquellos días grises. Escuchaba los lejanos ruidos que ajetreaban aún aquella lastimada ciudad de Creta, le dolían sus lamentos y espantaban sus maldiciones; pero aún así, le reconfortaba escuchar algo más que los silbidos del mar que también parecía herido por su llegada. Ese mar que parecía un acompañante mudo y frío, casi resentido con él.
Los días sólo se distinguían porque su oscuridad parecía menos absoluta que la de la noche, sin embargo, pasaban; y al cabo de algunos más, aquellos ruidos lejanos se volvieron caóticos de nuevo.
Jamás había escuchado a su mente gritar, imágenes traían la imagen de un blanco toro en un pastizal verde mirando directamente a sus ojos, el dolor del impacto, un rojo y pesado mar, el fuego alzándose por los cielos dejando estelas de humo negro por doquier, poderosos silbidos que terminaban en estruendosos impactos…
En un impulso, se arrojó con todo el coraje que tenía a aquel negro mar y trató de avanzar para poner paz en aquel ruido lejano. Sentía su cuerpo tratar de deslizarse a través del agua, pero se hundía y se hundía cada vez más; hasta que la negrura cubrió por completo su visión y se sintió abandonarse al caer a un vacío que parecía conocer más de lo que pensaba… Su consciencia se apagó como un eclipse cubre al sol.
El ardor de su cuerpo trajo su consciencia de vuelta, era un ardor profundo, pero lejos de provocarle dolor, lo hacían sentir más fuerte. A su alrededor, podía ver surcos de tierra abierta y curvada en dirección suya, sólo algunos destellos de un extraño fuego plateado pintaban aquel bizarro paisaje. El lugar donde el cuerpo de aquel ser descansaba, era el centro de un círculo que indicaba un evidente impacto.
Avanzó rápidamente, buscando aquel ruido, pero aquel estruendo, aquellos metálicos choques y gritos de guerra habían sido reemplazados por llantos y súplicas. Pudo ver fuego, humo y acero cubierto en escarlata. Vio a esas criaturas andando a dos pies y cubiertas en metal que atravesaban con la hoja de su espada a otros de ellos que suplicaban desde el suelo. Algunas criaturas se reunían y se abrazaban los unos a los otros, algunas grandes y otras criaturas diminutas, rodeados por más criaturas que apuntaban sus filos hacia ellas.
Sobre todas las criaturas, resaltaba una cuyo revestimiento metálico era dorado, tenía una corona dorada en su cabeza. Permanecía arrodillado, con los ojos bien abiertos y dirigidos al suelo. Por un instante, aquella criatura dirigió su mirada hacia el toro y se observó al miedo llenarlo por completo. Dirigió su mano hacia él, señaló en su dirección y gritó sin parar.
Aquel ser estaba sorprendido por haber podido ser visto por una de esas criaturas que se extendían frente a él, pues parecía que el resto no podía verlo. No comprendía su lenguaje, pero sintió todo lo que quería comunicarle… Había sido su culpa. Todo esto; cada estómago hambriento, cada alma apagándose, cada criatura asesinada… Todo era a causa suya.
Aquel ser corrió y corrió hasta lo más alto de aquella isla, estallidos, dolor, acero, lamentos sangre y fuego no daban tregua a sus pensamientos hasta que llegó a la cumbre y canalizó desde dentro un fuego que lo lastimaba desde su pecho… Se seguía sintiendo intranquilo, el fuego seguía quemándolo, la sensación de fortaleza lo había abandonado. Poco a poco vio al cielo esclarecer cada vez más y, por primera vez, aquel ser pudo ver los intensos azules que decoraban el cielo y, más allá, altas cumbres y un paisaje que parecía infinito.
Giró detrás suyo, mirando hacia el volcán que lo había visto nacer y se erguía tan orgulloso por encima de todo. Se recordó mirándose a sí mismo a través del mar, su mudo acompañante en sus primeros días, con el creciente resentimiento hacia su figura. Había pasado tanto tiempo mirándose con esos ojos, hasta que aprendió a odiar. Su color le asemejaba ahora al color de la sangre que había visto fluir y las líneas que decoraban su cuerpo le recordaban al fuego que había visto hundir aquellas ciudades.
Miró de nuevo hacia el horizonte azul que se extendía frente suyo. Todo decidió cargarlo en su lomo en los siglos por venir, y en su nuevo nombre; la única palabra que había podido recordar de los gritos de aquel desdichado hombre que había hecho tan infeliz: Cretus.